7 Sesgos ideológicos de investigadores norteaméricanos (1966)

Este texto es un documento inédito. Esta es una conferencia dictada por Fals Borda en la Universidad de Columbia (Nueva York) el 2 de diciembre de 1966, y patrocinada por el Congreso de América del Norte para América Latina, una organización sin fines de lucro fundada en 1966 y aún activa. En este texto, comienza una crítica de la corriente funcionalista en las ciencias sociales que, según él, proporciona los fundamentos ideológicos y científicos para el desarrollo del estilo de vida estadounidense después de la Segunda Guerra Mundial y que se materializa en el proyecto de la Great Society del presidente Johnson.

Para Fals Borda, el funcionalismo es el enfoque teórico privilegiado por los investigadores estadounidenses para interpretar las realidades de otros países, lo que plantea una serie de problemas metodológicos, políticos y epistemológicos. Este enfoque tiende a implicar un prejuicio ideológico desfavorable sobre la inestabilidad política, la cual es interpretada como un mal social, lo que conduce a la invisibilización las realidades de Colombia marcadas en ese momento por movimientos revolucionarios que trastornaban todos los sectores de la sociedad. Entre otros sesgos ideológicos de los investigadores en los Estados Unidos, Fals Borda subraya la preeminencia atribuida a los datos macrosociales y cuantitativos a expensas de los datos locales y cualitativos, así como la falta de compromiso de los investigadores en el ámbito público.

En sus contribuciones posteriores, continuará enriqueciendo esta crítica del funcionalismo y los prejuicios ideológicos vinculados a la aplicación de marcos analíticos exógenos, como lo demuestran sus textos sobre el colonialismo intelectual, uno de los cuales “Casos de imitación intelectual colonialista”, también se presenta en esta antología.

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Un sinnúmero de personas de todo el mundo se muestran cada vez preocupadas con las posiciones públicas tomadas por políticos e intelectuales norteaméricanos, durante los últimos años. Yo soy una de esas personas y mi preocupación surge de las diferencias de visión que percibo entre la época en que estudiaba en Iowa, Minnesota y Florida, y la de hoy. Observo la cultura de los Estados Unidos desde fuera, pero por muchas razones me siento también parte de esa cultura, por lo tanto, tengo una preocupación honesta por estas cuestiones. Ciertamente merecen ser sometidas a intenso estudio y discusión.

El tema, sin embargo, es ambicioso y quiero señalar algunos límites. Por una parte, no quiero hacer una crítica filosófica de las actuales ideologías de este país. Tampoco deseo hacer un inventario crítico de las contribuciones que muchos hombres de estudio norteaméricanos han hecho sobre la América Latina. Más bien, quisiera    limitar el tema a una reflexión sobre algunos de los factores ideológicos actualmente difundidos en trabajos científicos y en instituciones educativas estadinenses que, en mi opinión, impiden una comprensión correcta de las condiciones sociales y políticas contemporáneas en Latinoamérica y en otras regiones del Tercer Mundo. Como profesor de sociología, me basaré principalmente en mis propias experiencias, tanto en este país como en Colombia. Haré referencia, en primer término, a las ciencias sociales que mejor conozco, a saber, la sociología, la antropología y economía.

Comencemos con una premisa: que existe una relación entre ideología y estructura en una sociedad. La significación de esta premisa está abierta a un amplio debate, especialmente si tratamos de definir ambos términos, ideología y sociedad. Pero quizá logremos ponernos de acuerdo en que los grupos sociales en general encuentran bases o razones para su conducta, en las ideas contemporáneas o antiguas y en los valores dominantes que frecuentemente se expresan en la literatura, en movimientos sociales y en la producción intelectual de hombres brillantes. Esto puede ser ampliamente documentado.

Al aplicar la premisa anterior a los Estados Unidos, podemos ver en décadas recientes una transición a una nueva ideología dominante, que apoya a la sociedad estadinense contemporánea. En el siglo XIX, la ideología democrática estaba envuelta en el pensamiento evolucionista. Por medio de ella llegó la poderosa idea del progreso, estimulada por la antigua ética calvinista, que se acomodaba muy bien a la dinámica y crecimiento de la sociedad americana de la época. Expresión de esta tendencia, que indica un interés intelectual en el progreso y en el crecimiento, se encuentra en obras de sociólogos que hoy han sido olvidados, como Lester Ward quien, en su Sociología Dinámica, escribió sobre conceptos tales como télesis y finalidad. Conceptos semejantes se encuentran en la antropología de Morgan y posteriormente en la teoría de la organización de Cooley. Otras obras, que pueden agruparse como una escuela de conflicto y desorganización social, y contribuyen a ilustrar esta tendencia.

Tales obras parecen acomodarse dentro del patrón de sociedad norteaméricana de la época: una sociedad que está procurando organizarse y afirmarse, intentando encontrar su “razón de ser”. Durante el mismo periodo, se legitimó el surgimiento del capitalismo moderno por medio del dogma de la propiedad privada, esfuerzo que se tradujo en las obras de economistas, como Henry George. El espíritu de progreso, libertad y democracia y la ética calvinista, continuaron con poca alteración hasta el siglo XX. Entonces, quizá alrededor de 1920, parece que ocurrió un cambio estratégico e importante en este país. Las grandes corporaciones, organizadas y definitivamente establecidas comenzaron a expandirse en el mundo. Al mismo tiempo, la sociedad americana se volvió más próspera, más puritana, más orientada hacia problemas, más llena de sí misma y satisfecha. Esta es la época en que, según Galbraith, el sistema de la libre empresa se convirtió en una rama de la teología. Los viejos capitanes de empresa, individualistas y voluntariosos, comenzaron a ceder el terreno a los nuevos administradores y hombres de organización. La clase media independiente, de clásica índole burguesa, dio lugar a la tecnocracia burocrática y a los trabajadores de cuello blanco. El hombre orientado hacia lo interior, se transformó en el hombre orientado hacia lo exterior. Respecto al poder político–económico, ocurre una evolución del Estado guardián de Smith y de Ricardo, al Estado Keynesiano. Por último, se nota la transición de una opinión pública libre, más o menos caótica, pero de todos modos libre, a una gran masa manipulada.

Este cambio en la contextura de la sociedad tenía que ser legitimado. Y, por supuesto, la justificación no podía encontrarse en las viejas teorías del conflicto y de la desorganización social. Así comenzó la búsqueda de una nueva expresión ideológica e intelectual. Pero primero apareció un sentimiento de admiración y apoyo mutuos por las cosas que este país era capaz de hacer. Este sentimiento del “nosotros” se convirtió en lo que ahora se conoce como “consenso”. Comienza a verse aquí una tendencia hacia un conservadurismo en la sociedad que, para fines de simplificación, la llamaremos el movimiento americanista. En mi opinión, este movimiento americanista de la década de 1920 apoya, justifica y nutre ideológicamente el tipo de sociedad que hoy existe en este país.

Examinemos más cerca este Americanismo que parece comprender la esencia del consenso. Implica, ante todo, una creencia en la salud del orden social actual. El orden social presente se sacraliza por medio de la adoración a símbolos:  constitución, bandera, himno, presidente, seguridad nacional, intereses financieros, y otros, en un modo reminiscente de la Alemania nazi, con su gran intensidad de simbolismo. Este proceso es supervisado por las organizaciones guardianas (watchdog), las instituciones establecidas, las sociedades históricas, varias organizaciones patrióticas, subcomités del congreso los Klans, los minutemen, etc.

El dinamismo original de la sociedad que era tan necesario en un orden social democrático comienza a dar paso a un énfasis en microcambios, tales como ajustes en las modas y estilos, o a movimientos sociales peculiares, como la campaña en contra del rodeo. Los grandes problemas han sido solventados, el énfasis ahora es sobre el detalle.

Este americanismo del siglo XX tiene aún otros ingredientes simbólicos. Son los símbolos derivados del promedio estadístico y de la curva normal. Se tiende a descubrir en dónde ocurre la tendencia general, a establecer los promedios, y luego a actuar en consecuencia. Cualquier cosa que se aleje de este promedio o de la tradición americana, es mala porque es anti-americana, y las desviaciones del   promedio se vuelven subversivas, en último término se llega a una actitud de intolerancia hacia esa clase de desviación que señala la posibilidad de un cambio significativo en el orden social sacro. Aquí vemos cómo se completa el círculo desde los días de los “Peregrinos”, quienes fueron considerados subversivos en sus propias sociedades, a la sociedad próspera de sus descendientes que aborrece la subversión de cualquier índole. La ideología americanista contemporánea tiende a contradecir el admirable y estimulante esfuerzo inicial por construir una sociedad libre y abierta, por parte de los fundadores de este país. Ese mismo esfuerzo inicial fue el que captó la imaginación de los líderes latinoamericanos durante nuestras guerras de independencia en el siglo XIX.

Es malo, anormal, patológico, ser antiamericano, es decir estar en favor de cualquier cosa que contradiga la ideología americanista. En términos científicos es desviado, marginal o carece de integración. Esta tendencia abre el camino para un nuevo tipo de explicación en las ciencias sociales. Es una explicación que niega la validez de las teorías del conflicto y desorganización del siglo XIX. Implica un enfoque que nos lleva a olvidar a Ward, Morgan, Cooley y a desaprobar a Marx y a Landauer. Ese es el resultado de un nuevo tipo de Ciencia Social que surgió en este país en la década de 1920, y de manera más prominente al terminar la Segunda Guerra Mundial, alejándose de las teorías de la desorganización y del conflicto y llevándonos hacia la explicación estructural-funcionalista.

El funcionalismo estructural parece ser la idealización de las particulares condiciones en que operan las actuales “sociedades capitalistas sobre-desarrolladas“. Proporciona una explicación científica para el orden social existente, para el “modo de vida americano“. Intenta justificar y explicar la estabilidad social con el fin de preservar un modo de vida que se imagina ser el mejor del mundo (durante la última campaña política de los Estados Unidos, con frecuencia oí la frase “You never had it so good”). Busca dar fundamentos ideológicos y científicos de los mitos de la Gran Sociedad y del cambio ordenado. El funcionalismo Estructural provee un buen modelo de análisis para este tipo de sociedad: el modelo del equilibrio.

Los marcos de referencia conceptuales dentro de los cuales preferentemente trabajan los científicos sociales norteaméricanos, son diseñados para demostrar el equilibrio o el balance de la sociedad. Así, la objetividad queda convertida en todo aquello que prueba que el modelo del equilibrio es correcto. Cualquier cosa que se oponga a él se convierte en un juicio de valor. Es bastante evidente que este, en sí mismo, constituye un prejuicio. Pasa por alto las realidades de la vida en un mundo dialéctico, y no maniqueo. Es inadecuado para explicar el porqué de los estados de conflicto real dentro de la sociedad. Al fin y al cabo no todo conflicto es malo. Es evidente que muchas de las revoluciones del mundo, incluyendo la americana, han sido expresiones de conflicto. Algunas obras modernas entre ellas una del profesor Coser, señalan los aspectos positivos del conflicto. Pero el trabajo de Coser no cabe dentro del modelo del equilibrio.

Cuando un científico considera que toda desviación es mala, sólo porque es incongruente con las tendencias “normales”, expresa con ello un juicio valorativo que le impide tomar posición respecto de los problemas que dentro de su propia sociedad suscitan controversia. Tales científicos no quieren comprometerse con algo que significa un reto a su sociedad, a sus superiores o a los intereses creados en general. Prefieren acomodarse más que arriesgar sus posiciones. Evitan la discusión, afirmando que su objetivo es permanecer distantes y sin comprometerse. Esto también es prejuicio, porque es un compromiso para justificar el statu-quo y evitar el cambio y el conflicto.

Estos prejuicios tienen consecuencias en el trabajo de campo. Obviamente en este es necesario tomar decisiones respecto a los problemas técnicos que surgen por ejemplo, ¿este trabajo investigativo debe ser de corte seccional, un estudio, o debe ser preferentemente de índole histórico? La tendencia ha sido la de considerar a los estudios seccionales como paradigmas de objetividad. Pero este es tan sólo el enfoque sincrónico, pero muchas realidades de la vida son diacrónicas, son, con frecuencia más crudas y conflictivas. Se ha preferido hacer inventarios culturales más que estudiar lo que subyace a los elementos culturales, o se ha buscado concentrarse en la arqueología o en la etnología de pueblos marginales, supuestamente satisfechos, que se suponen líneas de las cimas principales de la civilización moderna.

Según la actitud corriente, es mejor tratar las realidades del presente describiéndolas objetivamente, y sin tener preocupaciones adicionales. Esta actitud prevalece entre algunos economistas, hipnotizados por los modelos matemáticos de la sociedad, modelos que en países como Colombia significan muy poco porqué se basan en datos incompletos. Se convierten en ejercicios esotéricos para académicos que, con frecuencia, temen tomar una posición sobre los problemas reales – no estadísticos – de sus respectivas sociedades.

Para resumir, los prejuicios inherentes en el modelo del equilibrio tienden a adormecer al científico, tornándolo auto-complaciente, y distraen su atención de los más significativos y profundos problemas de su compleja sociedad, problemas que, por cierto, constituyen un reto al orden social vigente. El científico incorpora entonces en su pensamiento, prejuicios a favor del orden establecido.

¿Qué ocurre cuando se traslada este tipo de ciencia, a países como Colombia? En general, el traslado del marco de referencia del equilibrio, a la América Latina, oscurece el análisis de las realidades locales. Allá tenemos una sociedad que está en rápida e intensa transición. No se halla tan bien establecida y organizada como la de Norteamérica. En Latinoamérica vivimos en una sociedad de conflictos, nos encontramos en el período crucial y fascinante, al mismo tiempo, cuando se construye un orden social nuevo. Por lo tanto, lo que necesitamos para comprender el cambio presente, es un modelo de desequilibrio. Esto implica un reto a los científicos sociales en los países en desarrollo, esto es, probar que un modelo de desequilibrio puede ser tan científicamente válido y productivo, como el modelo del equilibrio.

Sin embargo, no podemos ser dogmáticos al respecto. En esta ocasión sólo quiero indicar lo que ocurre cuando el modelo del equilibrio se trasplanta a las sociedades de los países en desarrollo, para producir confusión conceptual y entorpecer la explicación científica de los fenómenos estudiados.

Examinemos, por ejemplo, el problema del surgimiento de nuevos valores, los que son básicos para reconstruir la sociedad. Llamamos a estos nuevos valores, que han de reemplazar a los antiguos, contra-valores. Existen referencias a los contra-valores en la literatura producida por sociólogos bien conocidos como Yinger y Parsons.

¿Pero qué entienden ellos por contravalores? Generalmente, lo patológico. Para referirse a estos, hacen referencia a los valores de grupos tales como la pandilla y los delincuentes, grupos que no caben dentro de la sociedad “sana” y, así, se consideran inmorales. Esto no está acorde con la realidad latinoamericana, generalmente los grupos y situaciones revolucionarias tiene contravalores con una autonomía moral tan respetable como la del sistema social establecido. A ellos no se les puede considerar como delincuentes comunes, o como algo patológico, excepto por aquellos comprometidos en el mantenimiento del statu quo, qué puede ser, ellos mismo, inmorales.

Examinemos otro concepto, a saber, el de normas. Existe la necesidad de nuevas normas, esto es, contra-normas, que reemplacen las normas obsoletas que corresponden al orden social existente. En la literatura sobre el modelo del equilibrio (cfr. Harold Laswell, Power and Society and World Politics), encontramos que las contra-normas son aquellos patrones culturales expresados por prostitutas, prisioneros, gente obscena, subversivos y revolucionarios. Hay referencias similares en la obra de Howard Becker, para quien las contra-normas son propias de personas que simplemente “no son humanas”, pero estas concepciones de las contra-normas no se aplican a los revolucionarios que quieren construir, sobre bases morales, un nuevo orden social. En consecuencia, el modelo en este sentido exige ser cambiado.

Tomemos otro concepto sociológico: el grupo. Surgen nuevos grupos que quieren suplantar a los grupos decrépitos e ineficaces del orden existente: son  grupos rebeldes. Son divergentes, en sentido constructivo. En la literatura de los Estados Unidos, hay referencias a estos tipos de organizaciones, considerándolos como grupos alienados, hostiles al orden político y, por eso mismo, deseosos de crear conflictos (cfr. Shils, The Torment of Secrecy). Debe recordarse que esos grupos quieren suplantar el viejo orden social, por otro que creen superior. Cuando empecé a estudiar estos grupos – durante el período de 15 años de violencia en Colombia – tuve grandes dificultades al tratar de aplicarles el bien conocido concepto de la funcionalidad. ¿Eran funcionales estos grupos o eran disfuncionales? La respuesta no se obtiene fácilmente, porque estos modelos no caben dentro de una situación revolucionaria. Tenemos que construir otro modelo para analizar y comprender esta clase de cambio social.

La Ciencia Social en las sociedades de transición ganaría mayor profundidad y tendría mayor progreso, si quienes la practican estuvieran comprometidos en el desarrollo y en el cambio. Ahora se conoce más y más esta necesidad, y ella debe ser promovida. Los científicos de los Estados Unidos pueden ayudar en este esfuerzo siempre y cuando sean conscientes de sus propios prejuicios e inclinaciones ideológicas. Para muchos latinoamericanos parece injustificable el enseñar y practicar el tipo de ciencia teórica, indiferente y fría, que se presenta en este país. Dentro del contexto latinoamericano, muchos de los viejos argumentos en pro de la objetividad se convierten en principios para mantener el statu quo, contra el cual están comprometidas a luchar las fuerzas progresistas.

Esto que expreso, no es una reacción contra el método científico. Por el contrario, creo, justo con Charles Cooley, Louis Wirth, C. Wright Mlils, Robert Redfield, Bryce Ryan, y muchos otros, que es posible construir una ciencia social productiva, que esté al mismo tiempo comprometida con el cambio social. Se trata simplemente de un problema de prioridades. Poco se justifica que un científico escoja encerrarse en una torre de marfil a estudiar y meditar sobre lo esotérico, en medio de los problemas intensos que trae consigo la transición de órdenes societarios.

Lo que se requiere en América Latina, y en otros países en desarrollo, es una ciencia comprometida con el desarrollo. Quienes la practican deben estar identificados con las luchas nacionales para construir un nuevo y mejor orden social. Hay antecesores ilustres al respecto, cuyo ejemplo es estimulante. Fueron una sociología y una ciencia social comprometidas las que exaltaron las contribuciones de hombres tales como Malthus, Smith, Comte, Marx, Ward, Ortega y aún Durkheim (el último capítulo de su libro sobre el suicidio se titula (“Implicaciones prácticas”). Tenemos que examinar la eficacia de las presentes instituciones, vistas ante el espejo de las necesidades actuales y de las metas valoradas, que aún no se ha alcanzado, pero que ya se conocen, como la ingeniería y la psicología industrial, en donde se llaman “quickening-research” o “investigación de sistemas”.

Por último, quiero decir que los síntomas de tensión que se sienten hoy en la Gran Sociedad de Norteamérica exigen una rápida revisión de la ideología del consenso y la adopción de un enfoque más realista, que complemente el modelo del equilibrio, con el modelo del desequilibrio. Algunos científicos sociales están trabajando hoy en esa dirección. Sin embargo, la impresión es la de que, en los últimos cuarenta años, con algunas notables excepciones, ustedes se han olvidado de estudiar el cambio social. Quizás al adoptar nuestros prejuicios ustedes pueden equilibrar los suyos. Puede ser que el mundo entero derive ventaja de esta coyuntura.

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